A las tres de
la tarde abordé el autobús que habría de llevarme hasta el hospital, aquel
hermético hogar que nos había dado cobijo desde hace ya seis meses. El autobús
enfiló la calle que ascendía hasta la entrada, pregunté al conductor la hora
antes de apearme.
A cada paso
podía sentir el frío, el vacío, la furia de aquel lugar; las paredes se
abalanzaban sobre mí a toda velocidad y todo se desvanecía a mi alrededor.
Los pasillos
eran testigos del silencioso ruido que producían los cristales que caían de mis
ojos, reflejo de las heridas que rasgaban mi alma y, sin embargo, irrumpí en la
habitación con gran brío.
Nada en ti
había cambiado en ese tiempo, seguías postrada en la misma posición,
maquillando el dolor de tu pálido y centelleante rostro.
Deambulé entre
los entresijos de tu extraña faz, intentando encontrar otra respuesta a la que
esperaba; tú, prisionera de mi propia ceguera, apenas eras capaz de adivinar lo
que el destino ya había descartado.
Bien, mi
cometido ahora era moverme ágilmente, aunque fuera con titubeos, pues los
médicos podrían acometer en la habitación en cualquier momento.
Finalmente tus
labios probaron el letal veneno que amedrentó tu dolor.
Desgranaban
los primeros minutos cuando un millar de sensaciones que venían de un lugar
desconocido de mí misma arrojaban sobre mí, lanzas como cuerdas elásticas que
rebotaban a los escudos de mis orígenes.
Te dediqué una
mirada antes de abandonar aquel gélido lugar, ahora lo único que de ti me queda
es tu recuerdo.
En estos momentos
hay respuestas que todavía no hallo, pero mi corazón me dice que sólo existe
esa forma de evitar el sufrimiento inhumano de quienes se mantienen en vida a
costa de su propio dolor.
¿Acaso me
condenarán, hija, por darte una muerte con dignidad?
Ya desde mi
infancia intuía que el proyecto de vivir sería algo complejo, pero
inadvertidamente encontré en la personalidad de mi madre la pauta para
representar mi propio destino. Resbaladizas y empinadas cuestas que ella me
ayudaba a conocer para sobrevivir a los obstáculos de cada día; incluso en los
momentos más arduos sabía sacarme una sonrisa, haciéndome olvidar la aflicción
que me abrumaba.
Mujer, madre y
divorciada, insigne retrato que sólo aquel hombre, sumido en un sopor etílico,
logró difuminar años atrás. No obstante él sigue siendo mi padre, y con su ida
dejó tras de sí un abismal agujero en mi universo, pero alguien debió haberle
enseñado que hacer el bien no perturba nunca.
Para mí,
recordar ese tiempo pasado no constituye error sino proeza, pero bien, ya es
hora de cerrar esa caja de cristales y continuar danzando entre las palabras y
las frases, produciendo una sedosa sinfonía que eleve nuestras almas.
Aún no recuerdo
cuando despertó en mí esta vocación, sólo sé que escribo por el placer de tejer
las ideas en mi mente y adornarlas de repente, sin querer, con orlas y
pompones. Cada día siento la necesidad de vendar mis ojos, tapar mis oídos y
dar un sutil empujón que libere la pluma y haga llegar a vosotros mi mensaje.
¿Acaso no te has arrepentido en más de una
ocasión de no haber formulado unas palabras en un momento determinado? ¿Quizá
fue una disculpa que no salió de tus labios, un reconocimiento no ofrecido o un
simple ‘gracias’ no pronunciado? Yo me tomé el atrevimiento de escribir, y
ahora sé que no hay nada que deba callar.
Pasaban ya las
ocho de la tarde y la lluvia caía con fuerza sobre el alféizar, como de
costumbre me encontraba enajenada en mis pensamientos (sólo a alguien que le
quedan pocos meses de vida es capaz de malgastar su tiempo como lo hacía yo en
ese momento) cuando un estremecedor dolor se adueñó de mi cuerpo. En ese
momento fui consciente de que la vida transcurre entre espasmos de luz y
espasmos de muerte, y que en su dimensión cabemos todos.
Complejidad de
síntomas agravados por riesgo de muerte, diagnóstico que cargaba a mis espaldas
desde hace ya varios meses.
Ya no
encuentro un aliciente para vivir, ahora siento que cuando miro a mi madre, la
mujer que me devuelve la mirada es otra. Quizá sea el descanso del que no ha
gozado desde mi ingreso, o el pavor a un recrudecimiento de mi estado, no lo
sé, sólo soy consciente de que es mi dulce y fiel compañera, y no ha dejado de
quererme.
No estimo
necesario contar los estragos que la enfermedad ocasiona en mí, pues ni el más
eminente autor lograría equiparar sus versos con los hirientes infortunios del
que la padece.
Esta tarde
entró mi madre inadvertidamente en la habitación, su semblante tornaba pálido,
como signo de interrogación en un libro, en ese momento fui consciente de que las
palabras que pronunciaría, mayor congoja causarían en mí que la propia
enfermedad. Y así fue, me anunció que ésta avanzaba a pasos agigantados, y
pronto llegaría el momento en que mi cuerpo y mente tomaran caminos diferentes
y dejara yo de ser su propietaria.
Tras sus
palabras el silencio se instauró como un intruso invisible, cortó el aire como
un cuchillo, me quedé perpleja. Pronto fui consciente del viaje sin retorno en
el que me embarcaba, pero no debía marchar sin revelar a mi madre mi último
deseo; pues nunca un viaje culminó con éxito si se renuncia a mitad del camino.
Mamá, sólo me
resta agradecerte el aliento e ilusión que me has infundado, y el contagiarme
con tu tesón y ganas de vivir. Gracias por enseñarme que cada fracaso supone un
capítulo más y una nueva lección que nos ayuda a crecer, gracias por
descubrirme el significado de las cosas más pequeñas y enseñarme a darle el
verdadero valor que poseen.
Acepto mi
derrota en esta victoriosa lucha, porque creo en el destino y sé que si tú
cumples con tu deber, él cumplirá con el suyo.
Han pasado
exactamente dos horas desde mi huída del hospital, todavía recuerdo cómo sus
labios y piel tornaban azules por falta de oxígeno.
Por un minuto
intento imaginar lo que habría sentido cuando sus dedos vibraron con el último
aire que salió de su cuerpo. Al recordarte en tal estado se me inundan las
pupilas, pero fue tu deseo; no creo que después de ésto sea mejor persona, pero
sí más humana.
Con la cara
iluminada por el orgullo cojo su diario, el que ha sido su fiel compañero por
el bulevar de sus días, y dejo aletear sus páginas, perdida entre tus líneas.
Tu ausencia es
todavía para mí un silencio a gritos que ni las palabras logran acallar.
Se crió entre
líneas, haciendo amigos invisibles en páginas cuyo olor conservo todavía
en mis manos, era para ella como una
especie de terapia de desdoblamiento.
Recuerdo una
tarde que, cuando ni siquiera sabía coger un bolígrafo, al cruzar frente al
escaparate de una tienda de empeños se detuvo para enseñarme una pluma estilográfica
que llevaba años expuesta en el mostrador, sólo ella se había percatado de tan
estimable pieza que, años después, tallarían sus letras de oro.
Me pidió que
fuera yo quien diera punto final a este escrito, mío sólo es el instrumento que
coge la pluma para anotar sus mensajes, y el de muchas historias que, como ésta,
deben ver la luz. Escondidos están entre estas páginas vuestros nombres; pues
ella es la voz de todas esas almas dormidas, que necesitan que el impulso de su libro las libere del aletargamiento
que les produce la enfermedad, los obstáculos o las adversidades a los que nos
somete la vida.
Ella creyó en
un sueño, que ahora tienes entre tus manos, confía en tus palabras para obtener
lo que deseas, pues las palabras son la fuerza más poderosa para conmover el
espíritu humano y, en muchas ocasiones, somos demasiado ‘avaros’ con ellas.
¿Acaso no
lucharás tú, para que se oigan
dignamente las tuyas?
L.
L.